viernes, 10 de diciembre de 2010

El fin.

Escucho esta canción y siento que puedo volar. Voy hundiéndome con leve balanceo en aguas tranquilas. Burbujas de vida se despliegan a mi alrededor y suben hasta la superficie. Yo veo el reflejo del sol, pero nada me daña. No siento necesidad de respirar, puedo ver con claridad. Esta letra que inunda mi ser, desentraña poco a poco mi alma y la remueve como si de una cometa en cielo oscuro se tratase. Mi corazón se adapta a su ritmo, sus latidos acompasados me hacen sentirme viva. Inspiro una vez más, y siento el sabor de la vida; de todas estas almas que vagan por la tierra siguiendo el camino imparable. No tengo ganas de pensar, así que me uno a ellas. Me dejo llevar por esta brisa apremiante, que me empuja; al principio con ligereza, luego con prisa. Quiere que vea algo, pero yo no sé el qué. El camino es gris, pero hace calor. Un vendaval levanta las impurezas del camino y llena mi vista de hojas de otoño. No veo el final, pero sé qué está cerca. Cada vez voy más rápido. Mis instintos afloran y comienzo a correr, cada vez más y más rápido. Sorteo baches con facilidad y sigo el camino. Esta canción acompaña mi carrera, la brisa me la trae para animarme a seguir. Y de repente, el camino se ha terminado, y me encuentro en lo alto de un acantilado. Mi pecho agitado trata de recuperar la respiración, y miro hacia abajo. No veo el suelo, pero una luz mortecina parece alumbrar la escena. Un figura frágil llora en el fondo. Sus llantos me estremecen, y su desesperación me rompe en pedazos. Es una chica. Sola en la infinidad de la soledad. Ella no lo sabe, pero yo puedo verla. Cree estar encarcelada, pero no hay barras que la limitan. No hay puertas, no hay murallas. Solo un anegado corazón que trata de encontrar un por qué. Entonces, ella mira hacia el cielo, pidiéndole que la saque de ese pozo; y es cuando creo desfallecer. Soy yo. Es mi cara. Son mis ojos. Son mis lágrimas. De repente, una ira embravecida invade mi ser. La rabia de mil bestias llena mi corazón, el coraje de cien guerreros quema mi piel. Siento crecer algo en mi interior, el fuego del Inframundo recorre mis venas. El veneno que llevaba escondido quiere salir, y es entonces cuando exploto y de lo más profundo de mi ser sale un grito aterrador. Le grito al cielo, donde ahora hay estrellas que parecen haber ganado luz con mi energía. El cielo tiembla, se agita y aparece agrietarse. Y cuando casi todo el veneno ha salido de mi corazón, mi voz de desvanece en la inmensidad del Universo. Pero aún me queda un poco. Recupero el aliento, pero esta guerra no ha terminado. Me doy la vuelta para rehacer el camino, pero entonces, paro al escuchar de nuevo esta canción que me trae de nuevo el viento. En mi mano, aparece una lanza afilada, forjada con la sangre de corazones destruidos y las manos del alma. El viento alborota mi alborotado cabello. Sé a dónde quiere que me dirija. Me giro y ahí está el fin del camino. Cierro los ojos y dejo que mi alma se una a esta música. Mi interior se rompe en pedazos que se vuelven a juntas con una nueva fuerza. Abro los ojos, y siguiendo esta nueva ira, comienzo a correr, a correr, a correr… Y con el impulso de un grito bélico, salto desde lo alto, como a cámara lenta, en dirección a aquel cuerpo que llora; con la intención de destruir ese sentimiento, con la intención de clavar en esa parte de mi ser esta lanza que llevo. No voy a unirme a él, no voy a dar un paso atrás. Voy a consolidar esto que siento. No dejaré que vuelva a ocurrir, y cuando acabe con todo, cogeré la punta de la lanza manchada de superación, y comenzaré con ella a escribir mi nuevo camino. La canción se acaba, y en el último momento, se funde con mi ser para ayudarme en este salto que terminará con mi dolor. El salto hacia una nueva vida.

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